Las sectas de la corrección lingüística

Grammar, spelling and terminology standards: we rue them and love to rebel, but they are actually based on principles that help us communicate clearly. Read on for some interesting examples.

Cualquiera que haya tenido que consultar el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española (DRAE) al redactar un texto en español habrá experimentado en algún momento el deseo rebelde de no acatar lo que allí se indica porque le parece que no se ajusta a su uso del lenguaje. No hay reunión de traductores al español en este lado del Atlántico en la que no se oiga alguna protesta, aunque sea leve, contra la tiranía de la Academia. Así, se levantan las voces disidentes para pregonar preferencias por otros diccionarios o recursos de apoyo que no provengan de ella. Cierto desacato nos hace sentir bien, y las protestas y diatribas nos sirven de desahogo.

En contraste con esta insurgencia frente a libros y herramientas que son producto de equipos de investigadores, lingüistas y lexicógrafos que han trabajado minuciosamente durante años para recopilar datos y sistematizar información, se ve también que aparecen tendencias repentinas cuya aceptación se extiende como incendio en monte seco, y que no tienen semejante aparato de fundamentación en el cual apoyarse. Me refiero a ciertas modas que, en cuestión de unos años o una generación, se las arreglan para vetar palabras perfectamente buenas y sanas, basándose en meros escrúpulos que se disfrazan de supuesta lógica o de corrección. Y contra ellas no se levantan las voces de las multitudes, como sucede con la RAE. No se cuestionan con la voz inflamada de ánimos independentistas. Que haya aspectos cuestionables en la forma de trabajar de las Academias de la Lengua es algo que tendrá que quedar para otra discusión. Lo que quiero resaltar aquí es la paradoja de la rebeldía frente a reglas y normas y vocabularios producidos con parámetros investigativos claros, y la ciega aceptación de cualquier cosa que pregonen los falsos profetas de la corrección lingüística.

Voy a ilustrar esta tendencia con ejemplos recogidos en mis experiencias en Colombia y México, y sé que se extienden a otras regiones hispanohablantes. También aclaro que estos fenómenos se dan en el terreno oral principalmente, pero que su tímida irrupción en textos escritos, de la mano de traductores y comunicadores en los inicios de su carrera, me da pie para señalarlos en este blog a modo de medida profiláctica.

I.

Recuerdo que en mis días de primaria, en un país que se preciaba de hablar el mejor español de todos, había un chiste lingüístico que involucraba una serie de preguntas sobre el buen uso del español, que culminaban en un absurdo gracioso. Inesperadamente, de una de esas preguntas se derivó una regla: “¿Cómo se dice: un vaso de agua o un vaso con agua?”. En el chiste, la respuesta correcta era la última, y se aducía que el vaso era de vidrio (o plástico, etc.) y no de agua, y uno pretendía que se lo llenaran con agua. El argumento convenció a muchos, y hoy en día es habitual oír que se pide “un vaso con agua”. Curioso que esa lógica engañosa no fuera cuestionada sino aceptada, y que nadie la extendiera a otros contenidos del vaso: ni vasos con leche ni con jugo ni con Coca Cola. Lo correcto, entonces, es el vaso de agua, de la misma manera que en la tienda pedimos un litro de leche, una lata de atún, o paquete de papas fritas. ¿Deberíamos decir “litro con leche”, “lata con atún” o “paquete con papas fritas”? ¿O “3 metros con seda natural” o “una docena con huevos”? El dichoso vaso corresponde a la cantidad o medida de agua que queremos (en contraposición con una jarra, un litro, etc.). En otros términos: quiero una cantidad de agua equivalente a la que puede contener un vaso.

Es cierto que el ‘de’ lo usamos también para describir composición, y por eso hablamos de una camisa de algodón, una paleta de limón, una mesa de madera. Pero el posible equívoco del ‘de’ en ‘vaso de agua’ se descarta automáticamente por las propiedades físicas del agua, que impiden que se fabriquen vasos con ella (salvo que la congeláramos, pero entonces hablaríamos de vasos de hielo). De modo que, si tenemos sed, pedimos un vaso de agua, sin más vueltas ni enredos.

II.

Por las mismas épocas del chiste anterior, ‘cabello’ era una palabra que aparecía solo en las etiquetas de champú y en los rasgos físicos de los documentos de identidad. ‘Pelo’ era el término de uso común. Y en cuestión de una generación, la situación se invirtió. El argumento es que son los animales los que tienen pelo. Nosotros, los humanos, tenemos cabello. Siempre he pensado que hay una posición de discriminación ahí, que no solo pretende marcar una diferencia entre animales y humanos que carece del menor sustento fisiológico, y al mismo tiempo deja en claro que una cosa es el cabello que nos brota del cráneo y otra el resto de vellosidad o pilosidad corporal, que es pelo o vellos. Es como si ‘pelo’ fuera una mala palabra, o algo sucio cercano a esas funciones corporales de las que se evita hablar por considerarse de mala educación. A tanto ha llegado la cosa que una vez vi fruncirse a una mujer que me retiró un “cabello” de mi gata de la ropa. No se frunció por el pelo felino en sí, sino por la indecisión de qué término usar. Debió pensar que, por ser una mascota de una familia humana, mi gata tenía cabello y no pelo. Si fuera una gata callejera, tal vez lo suyo sería pelo. Bonita manera de enredar la comunicación, y de cargar las palabras con un contenido ideológico que enturbia el significado.

III.

Otra palabra perseguida hasta el punto de hacerla desaparecer es el verbo ‘oír’. Algún remilgo de supuesta cortesía empezó a acorralarlo y a abrirle un espacio cada vez mayor a ‘escuchar’. Mi hipótesis es que de la propia definición de esta última salió el escrúpulo de hipercorrección: si escuchar es oír con atención, o prestar atención a lo que se oye, darle a entender a nuestro interlocutor que simplemente lo ‘oímos’ es una falta de educación. Pero no. Hay cosas que no podemos escuchar, como el trueno repentino. Solo si hubiéramos visto el relámpago y estamos a la espera del estallido del trueno podremos escucharlo. De otra forma, lo oímos, y punto.

IV.

La última cacería a la que voy a referirme tiene tintes de puritanismos de hace más de cien años, pero se mantiene a pesar de las ridículas frases que ha producido. Alguna malpensada profesora de primaria se sacó de la manga que ‘poner’ era un verbo que se aplicaba únicamente al acto que ejecuta la gallina al expulsar un huevo de su cuerpo y, por parecerle algo escatológico, vetó ese verbo para sustituirlo por otro que tiene un significado mucho más restringido: ‘colocar’. Ni ella ni ninguno de los que ciegamente siguió a esta falsa profetisa del buen hablar se molestó en consultar el diccionario (así fuera el DRAE) y enterarse de que ‘colocar’ es poner o acomodar una cosa en un lugar determinado. Tiene otras acepciones, pero su sentido siempre es mucho más restringido que poner. De hecho, de las seis acepciones que da el DRAE, la mitad incluyen el verbo ‘poner’ en la definición.

Con todo lo anterior, bien podríamos acabar ante una oración como esta: ‘No te escuché porque estaba distraída colocándome el cabello lejos de la cara para tomarme el vaso con agua que me trajeron’. Y como no pretendo que me cuestionen ni que me crean a ciegas, los invito a asomarse a nuestra página de “Recursos” en la cual podrán consultar las definiciones de las palabras a las que me he referido, tanto en el DRAE, el Diccionario Clave como el del Español de México.

Como dije antes, lo preocupante es que estos usos sin más fundamento que prejuicios y remilgos empiecen a colarse en lo escrito. Más vale atajarlos. Y es importante reflexionar un poco sobre esa disposición que tenemos de cuestionar lo que nos viene de la RAE mientras tragamos enteras ciertas recomendaciones y sofismas de uso de la lengua que no resisten el menor embate en una discusión bien cimentada. Hay que dudar de los profetas que nos venden la idea de una lengua más verdadera. Mientras no prueben su valía demostrando los beneficios de sus afirmaciones, sus mandamientos no nos llevarán al paraíso de la buena comunicación, que es el objetivo de las reglas y normas de una lengua.